Con un revuelo de nailon tieso, tejido de descubrimiento reciente, Christian Dior, un hombre de cincuenta años se había llevado por delante la silueta militar de hombros cuadrados creada por Schiaparelli, que imperaba desde hacía trece años ininterrumpidos. Las técnicas de confección eran terriblemente complicadas, algunas de aspecto victoriano y otras de aparición reciente. La falda estallaba en pliegues, algunos pespunteados sobre la cadera o expandiéndose con fuerza bajo la curva rígida de los bajos de la chaqueta. Las faldas emitían su susurro a un palmo y medio del suelo, las modelos llevaban medias de nailon sumamente transparentes, zapatos de punta muy fina y tacones altísimos.
Los periódicos parisinos del día siguiente quedaron paralizados por la huelga, lo que hizo que la prensa extranjera fuera la primera en pregonar el triunfo de lo que se dio en llamar de inmediato el New Look. En solo una tarde, Dior restauró la confianza del mundo en París como líder de la moda.
En el éxito de Dior había algo más que publicidad inteligente. Las mujeres elegantes de París se liberaban, además, de los traumas de la guerra. Balenciaga, Lelong, Fath y Rochas presentaban colecciones que eran muchísimo más suntuosas que las ofrecidas con anterioridad.
Los hombres trabajaban de otra manera. Utilizaban papel, hacían bocetos de ideas en lugar de moldearlas sobre maniquíes o modelos vivos. Sus diseños solían ser más atrevidos que los de sus colegas diseñadoras, quizás porque ellos no tenían que ponerse los vestidos que creaban. Para ellos las consideraciones de carácter práctico pasaban a tener un aspecto secundario y se situaban por detrás de la espectacularidad efectista. “El diseño es una sublimación del deseo de ponerse ropa de mujer”, dijo Jacques Lenoir, el elegante propietario de la marca de ropa de confección Chlöe. “Los diseñadores no aman ni odian a las mujeres, rara vez se enamoran de alguien…”